doi:10.5477/cis/reis.193.37-52

Legitimación de las violencias sexuales
a través de las obras pictóricas

The Legitimation of Sexual Violence through Pictorial Works

Concepción Fernández Villanueva y Marta Romero-Delgado

Palabras clave

Legitimación

  • Obras de arte
  • Pintura
  • Violación
  • Violencia

Resumen

Desde una perspectiva pluridisciplinar donde convergen la sociología visual y la perspectiva feminista, analizamos la representación y legitimación de la violencia sexual en algunas pinturas reconocidas como obras de arte en la historia. El objetivo es revisar las intenciones, implicaciones y funciones de las pinturas recogidas en los museos que naturalizan la violencia sexual a través de la legitimación simbólica. Los resultados más relevantes son: a) la omisión o minimización del daño producido por la violencia sexual y el embellecimiento de las víctimas, b) la mayor deslegitimación de la violencia sexual por parte de las mujeres artistas y c) la evolución histórica de la mirada a la violencia sexual. Finalmente, presentamos algunas sugerencias que se pueden derivar para favorecer una mirada crítica a la representación de las obras de arte en los museos.

Key words

Legitimation

  • Artworks
  • Painting
  • Rape
  • Violence

Abstract

This paper analyses the representation and legitimation of sexual violence in some paintings that have historically been recognised as works of art. The analysis adopts a multidisciplinary perspective that combines visual sociology and feminist theory. The aim is to review the intentions, implications and roles of museum paintings that naturalise sexual violence through symbolic legitimation. The most important results are: a) the harm caused by sexual violence has been either omitted or minimised, and victims have frequently been beautified, b) women artists have played a more prominent role in delegitimising sexual violence, and c) conceptions of sexual violence have varied across historical contexts. To conclude, the article presents some ensuing suggestions to foster a critical approach to representations of sexual violence in museum artworks.

Cómo citar

Fernández Villanueva, Concepción; Romero-Delgado, Marta (2026). «Legitimación de las violencias sexuales a través de las obras pictóricas». Revista Española de Investigaciones Sociológicas, 193: 37-52. (doi: 10.5477/cis/reis.193.37-52)

La versión en inglés de este artículo puede consultarse en http://reis.cis.es

Concepción Fernández Villanueva: Universidad Complutense de Madrid | cofernan@ucm.es

Marta Romero-Delgado: Universidad Complutense de Madrid | martaromerodelgado@ucm.es

Introducción

La fuerza emocional y de acción de las imágenes ha sido establecida con enorme claridad y contundencia recientemente desde muchos puntos de vista filosóficos, históricos y sociológicos. El filósofo de la imagen, Hors Bredekamp, define el acto icónico como:

El efecto en la sensación, el pensamiento y la acción que surge de la fuerza propia de la imagen y por la interacción de quien tiene enfrente observando, tocando y también escuchando (Bredekamp, 2017: 36).

Según Walter Benjamin (2005), ciertas imágenes, incluyendo pinturas y obras de arte, actúan como un relámpago que ilumina aspectos del pasado, algunos no reconocidos u ocultos a primera vista. Algunas especialmente representativas de acontecimientos o hechos históricos poseen una capacidad de inervar o activar lo colectivo a través de la ideología y la teoría política. Por ello, podemos hacer a través de ellas una lectura crítica de la historia y contribuir al despertar de nuevas formas de ver la sociedad, así como de nuevas dimensiones o percepciones de la justicia. Didi-Huberman (2014, 2017), haciendo suya la interpretación de Benjamin, señala la dimensión política de toda imagen artística. Las imágenes nos preguntan, nos interpelan, establecen un diálogo con el espectador, son dialécticas (lo que vemos, lo que nos mira). Las imágenes toman posiciones políticas, activan la memoria y el pensamiento crítico y son especialmente relevantes cuando se refieren a la violencia (Huberman, 2008).

La propuesta desde la sociología visual de Luc Pauwels (2015) parte de la idea de que las imágenes y, en concreto, las pinturas de los museos despiertan una nueva reflexividad aprovechable para construir nuevas hipótesis y nuevas formas de ver la historia y la sociedad, ya que reflejan ideologías y estructuras sociales de la época en que fueron creadas. En ese sentido, entiende que los museos no son únicamente lugares de conservación y exposición del arte, sino de mediación cultural. En consecuencia, nos anima a utilizar métodos iconográficos o hermenéuticos para identificar sus valores y significados. En el mismo sentido, se pronuncia Agamben (2005), que entiende los museos no como templos del arte sino como medios de socialización de valores sobre los que es necesario realizar nuevas lecturas, desacralizarlos y revelar sus dimensiones políticas ocultas.

Por otro lado, los productos de la cultura no pertenecen solo al pasado, están relacionados con el presente por sus conexiones con los relatos históricos que forman parte del acervo de conocimiento y del continente de imágenes de los individuos contemporáneos (Bal, 2021). Por lo tanto, no podemos obviar su función, su utilización y sus efectos emocionales. Y resulta necesaria:

Una crítica de la cultura visual que permanezca alerta ante el poder de las imágenes para bien y para mal, capaz de discriminar entre la variedad y especificidad histórica de sus usos (Mitchell, 2009: 6).

El arte es político y la política tiene su representación y su influencia en el arte (Mouffe, 2007). La presencia o ausencia de personajes en los cuadros de arte, la manera como se presentan las relaciones entre ellos son mecanismos de creación de presencia, relevancia, poder o sumisión. Las tradiciones culturales, religiosas y sus representaciones e imágenes son el soporte y la justificación de las estructuras de poder establecidas (Gombrich, 2003) y, como señala la historiadora Mary Beard (2020), la representación de gobernantes de todos los países en las representaciones pictóricas tiene la función de mantener, exaltar, justificar y legitimar el poder de los mismos.

Entendemos el patriarcado como un sistema de estructuración del poder relacional entre hombres y mujeres que sitúa a las mujeres en las posiciones de desigualdad y sumisión y que hace sentir su influencia en todas las situaciones e instituciones que regulan y expresan la vida social (Rubin, 1986). Por lo tanto, podemos esperar que deje su impronta en la representación de las imágenes pictóricas con el objetivo de mantener las estructuras de dominación masculina y minimizar sus efectos. La investigación feminista ha señalado repetidamente la representación sesgada de las mujeres en el arte, sea en literatura, pintura, cine, etc. En lugar de ser tratadas como sujetos completos y complejos con sus propias identidades y agencias, han sido frecuentemente representadas resaltando su apariencia física y su sensualidad, a menudo en poses sugerentes o desnudas, enfocando su cuerpo en lugar de sus actividades, logros sociales o personalidades. Nina Menkes (2018) subraya la objetivación de la mujer en el cine, la representación pasiva y sexualizada y se pregunta para quién se destina la obra cinematográfica y a quién se dirige. Arranz (2020) muestra los estereotipos de género en las series de televisión españolas y Bernárdez, García y González (2008) la representación de roles de género en películas famosas destinadas al público infantil o adulto y su evolución a lo largo del tiempo. En esta misma línea, Diana Russell (1975) señala la normalización de la violación, que es entendida como una manifestación de la masculinidad y no como un comportamiento social desviado, mientras que Susan Brownmiller (1981) lo hace con el descuido y minusvaloración de los mecanismos de intimidación que acompañan a la violencia sexual.

Estas mismas preguntas se pueden plantear sobre las pinturas que están en los museos y son representativas de la historia del arte. Porque también en esos templos del arte a menudo son estereotipadas (Álvarez Tovar, 2020), cosificadas (Berger, 2016), ofrecidas como objetos de deseo sexual a la mirada del espectador y facilitan el disfrute voyerista de sus cuerpos y su sexualidad.

Mieke Bal (2016) subraya la idea de la performatividad de género en las representaciones visuales y en las obras de arte. La manera de presentar a los personajes, su focalización, su entorno y el punto de vista del narrador o pintor de las escenas inciden en la interpretación y evaluación por parte de los espectadores de lo que ocurre en ellas y en la misma experiencia emocional de los espectadores. Y esto, sin que los espectadores tengan una conciencia y percepción clara de su influencia. A pesar de que el patriarcado se naturaliza en los museos, la representación museística evoluciona en consonancia con la evolución del patriarcado, muy especialmente con la entrada de las mujeres en las creaciones artísticas y en la exhibición de obras en lugares destinados a ella. Por ello, es necesaria una relectura feminista que analice la inscripción de las mujeres en el arte y revise las posibles nuevas lecturas e implicaciones de la misma (Pollock, 2022). El análisis cultural que hace Bal (2016) sobre Rembrandt o Caravaggio aporta una retórica y una semiótica en una mirada diferente en relación con el contexto cultural de estos dos autores. Su trabajo constituye un original e interesante análisis de los efectos de la presentación de imágenes en la mirada del espectador y asciende a la consideración de las posibles intenciones del artista al representar las mujeres.

El influyente artículo de Laura Mulvey (1975) sobre la mirada masculina voyerista de las obras de arte ha actuado como un revulsivo en la forma de mirar las imágenes pictóricas y la historia de los museos. Los desnudos femeninos que aparecen en las pinturas son analizados teniendo en cuenta el efecto que desencadenan en las miradas de los espectadores. Y muy especialmente, cuando dichos desnudos representan violencia sexual. Amelia Jones (2012), en su trabajo sobre la representación de género y sexualidad en la historia del arte y su evolución hasta la época contemporánea, dedica una especial atención a las imágenes de violación y sus implicaciones éticas, señalando en ellas la función justificadora y legitimadora de la violencia sexual masculina. Desde esta perspectiva, Alcalá Galán (2012), Beard (2018) y Tauroni (2020) ofrecen interesantes análisis sobre la representación de la cultura de la violación en la historia del arte, señalando la estetización y sublimación de las violaciones y otros tipos de violencia contra las mujeres.

El propósito del presente trabajo es analizar la representación y legitimación de la violencia, en concreto contra la libertad sexual y dignidad de las mujeres. Se plantea desde una mirada pluridisciplinar donde convergen la sociología visual, la teoría crítica y la perspectiva feminista. Para ello, tras esta introducción donde hemos explorado la nueva mirada que invita a revisar las intenciones y funciones de las pinturas recogidas en los museos, las implicaciones éticas de las mismas y los efectos políticos en el espectador, detallaremos la metodología empleada. Seguiremos con algunos resultados como la omisión o minimización del daño y embellecimiento de las víctimas, la relación entre el relato pictórico y el género, y la evolución histórica de la mirada a la violencia sexual. Terminaremos con la discusión y unas conclusiones, donde relacionaremos la evaluación de dichos resultados con la literatura existente, al tiempo que identificaremos las limitaciones del presente trabajo y sugeriremos futuras investigaciones.

Múltiples maneras de pasar por alto y legitimar la violencia sexual

La violencia sexual no es producto de la patología ni de factores coyunturales, es un mecanismo continuado de dominio y apropiación ilegítimo del control sobre el cuerpo y la vida de las mujeres. Los daños producidos por ese mecanismo de desigualdad de derechos y recursos no son connotados como tales, sino que son ocultados e, incluso, legitimados por las propias víctimas (Fernández Villanueva, Revilla y Domínguez, 2015). Violentar los cuerpos femeninos es posible porque los mismos se constituyen histórica y socialmente como cuerpos disponibles, es decir, cuerpos a disposición del otro o para el otro, lo mismo que sucede con otros recursos apropiables y transformables (Venebra, 2021). El sexismo legitima, justifica y minimiza actos de daño de todo tipo contra las mujeres (violencia física, psicológica, económica y sexual) como estrategia para mantener la dominación patriarcal.

Legitimación es sinónimo de justificación. Significa justificar o considerar aceptable un acto. La legitimidad de un acto no solo se hace desde la perspectiva individual, sino que debe ser entendida como un proceso social (Johnson, Dowd y Ridgeway, 2006). La presentación de los actos de violencia como legítimos es un proceso complejo y, a la vez, muy frecuente. Alrededor del 30 % de la violencia que se emite en los medios de comunicación se presenta como legitimada y más del 60 % podría interpretarse por el espectador como legítima, ya que se presenta como ambivalente y no se ofrecen claves seguras para emitir un juicio sobre su adecuación o justificación (Fernández Villanueva et al., 2009). Barbara Zecchi (2014) identifica tres procesos que pueden legitimar o trivializar la violencia contra las mujeres: omisión, estetización o naturalización y, por el contrario, exageración de su maldad cuando la que causa daños es una mujer. La legitimación abarca gran cantidad de procesos y mecanismos que agrupamos en dos tipos: legitimación estructural y legitimación simbólica.

La legitimación estructural es directa, sostenida por los códigos legales y por la administración de justicia. Opera desde las raíces de la construcción de las categorías jurídicas, excluyendo ciertos procesos o situaciones en la categoría de violencia y atribuyendo motivos o impulsos fundamentados y positivos a los agresores. Asimismo, actúa a través de la atribución de normalidad o bondad, de la incredulidad hacia las víctimas, la culpabilización y atribución de responsabilidad a las víctimas, así como de la minimización de daños personales y sociales (Foucault, 2007).

La tolerancia a todo tipo de violencia contra las mujeres y, sobre todo, a la violencia sexual es puesta de manifiesto por Vigarello (1999), y recientemente, por el informe de Equality Now (2017). Si realizamos un breve análisis de la historia, podemos concluir que los códigos jurídicos, muestran a lo largo de los siglos una enorme tolerancia ante la violencia sexual contra las mujeres, aunque también un progresivo aumento de la intolerancia desde tiempos antiguos a la actualidad. Afirmación que coincide, desde una perspectiva más general, con la de Robert Muchembled (2010) sobre que la brutalidad y el homicidio iniciaron un descenso constante a partir del siglo xiii, y con la de Norbert Elias sobre el progreso civilizatorio que va sustituyendo la violencia real por la ritualización de la misma (Elias, 2020). La administración de justicia sobre la violencia sexual se hizo un poco más justa y objetiva cuando, a mediados del siglo xix, se introducen las nociones de humillación, deshonra, sufrimiento psíquico, trastornos del sistema nervioso y traumatización como consecuencia de la violación. A ello contribuyeron los avances en el reconocimiento de la subjetividad y los estudios sobre las emociones, los daños psíquicos y morales. Pero, una vez más, los mecanismos del poder utilizaban la retorsión para negar los daños morales, por ejemplo, en caso de que la mujer violada hubiese tenido alguna relación anterior o una conducta «fuera de las normas» o fuese una mujer casada, ya que el vínculo matrimonial justificaba la violación.

Las leyes siguen sin proteger adecuadamente la violencia sexual y sigue existiendo la llamada «cultura de la violación» que normaliza la violencia sexual, naturalizando los daños y atribuyendo la culpa a las víctimas (De Miguel, 2021). Sin embargo, tomando el conjunto de las sociedades del mundo, podemos decir que se ha constatado, aun con excepciones, un progreso histórico hacia la intolerancia y la sanción cada vez más adecuada (Conley, 2014; Witt y DeMatteo, 2019). El progreso hacia la consideración adecuada de este delito ha sido posible por la influencia de tres factores: a) la delimitación cada vez más clara de los daños; b) el establecimiento de la secuencia histórica de los mismos, como podría ser el delito continuado de malos tratos, y c) el enjuiciamiento de ilegitimidad de los motivos. En este último punto, ha resultado muy eficaz el desmontaje de las interpretaciones falsas y los mitos ancestrales y patriarcales que justificaban los daños. Por ejemplo, el supuesto impulso sexual se fue sustituyendo por el disfrute sádico y violento que nunca se puede confundir con la sexualidad.

La legitimación simbólica consiste en representaciones, imágenes y relatos que son símbolos o mitos de la cultura, y normalizan o convierten la violencia en algo natural o aceptable. Es un proceso sutil y complejo pero muy extendido en la historia. Los relatos y las imágenes minimizan el daño que supone una violación (a la que suelen llamar «rapto») y, por otro lado, su representación se embellece, se sexualiza y se mistifica ocultando así su verdadera naturaleza de acto agresivo. Y ello ocurre no solo cuando las víctimas son mujeres, sino también en algunos casos de violaciones de jóvenes masculinos (escultura El rapto de Ganímedes1).

En la mitología griega y en las sagas homéricas, la violación es muy frecuente y supone en muchos casos el origen de relaciones estables entre dioses, el nacimiento de otros dioses y la aparición de las diferencias entre los individuos. Es un acto repetido y muy definidor de la conducta del dios fundacional, Zeus, y de su hermano Poseidón. Zeus manifestó este comportamiento en sus numerosos «amores», con mujeres mortales e inmortales. Sus secuestros, raptos y violaciones son muy famosos. Violó a Leda metamorfoseado en cisne para poseerla, violó a Europa metamorfoseado en toro, así como a Ganímedes, un hombre joven, el más hermoso de los mortales, raptándolo, tal como se representa en la famosa escultura griega de la era clásica, hecha de terracota llamada El rapto de Ganímedes por Zeus. Zeus violó también a su madre, Rea, la diosa de la Tierra. Su hermana Deméter tampoco escapó de este destino. Zeus la violó, engañándola disfrazado de toro. Después, para calmarla y evitar su venganza, la engañó por segunda vez, castrando a un cabrón y diciendo que en señal de arrepentimiento se había castrado él mismo. De esta violación, nació Perséfone (Core), que también fue violada por su padre, Zeus. Perséfone fue secuestrada (y violada) por Hades, dios del averno, que la tomó como mujer y la convirtió en reina del averno (Koulianou y Fernández Villanueva, 2008). En esta mitología, la violación junto con el engaño para realizarla se representa como heroica, necesaria o con resultados positivos para la historia. Por ello, queda de algún modo legitimada. Los historiadores de arte, poetas, escultores y pintores del renacimiento que se inspiraron en la mitología griega no han reconocido la verdadera violencia que supone la violación, sino que han señalado principalmente su estética, llegando incluso a glorificar la violación «heroica» como significado de una unión de lo humano con lo divino (Wolfthall, 1999).

Objetivos y metodología

En este trabajo, pretendemos mostrar como algunos (muchos) pintores famosos, cuya obra se exhibe en los museos, han construido imágenes legitimadoras de violencia sexual contra las mujeres que favorecen una mirada naturalizadora y aceptable de actos sexuales. El objetivo es detectar los mecanismos de presentación de la violencia que pueden incidir en la percepción de los espectadores como violencia naturalizada o legitimada y que, por tanto, insensibilizan sobre el dolor de las víctimas. Asimismo, pretendemos extraer las tipologías argumentativas que acompañan o se deducen de las explicaciones e imágenes de los actos de violencia, su evolución histórica y la mirada diferencial de artistas, teniendo en cuenta, en lo posible, su género, pero también sus actitudes y sus posiciones ante la situación social de las mujeres. Para ello, siguiendo a Alonso (1994), analizaremos las imágenes a través del nivel sociohermenéutico en particular. Este autor ha utilizado tres niveles y formas de análisis planteadas por el análisis de contenido, el análisis semiótico y el análisis socio hermenéutico. Consideramos, de igual manera que Alonso, que los análisis más interesantes son los dos últimos, debido a que ahondan más allá del contenido explícito de las imágenes. En concreto, nos centraremos en su nivel sociohermenéutico a través de los discursos, los contextos de enunciación y recepción y las narrativas subyacentes. Además, analizar las imágenes desde este nivel sociohermenéutico conlleva la toma de conciencia «de la multiplicidad de interpretaciones posibles, así como de la necesidad de pensar el contexto concreto del análisis (¿para qué/para quién se está analizando?)» (Serrano y Zurdo, 2010: 241). Es decir, resulta relevante señalar los contextos comunicativos de las imágenes, como son sus usos, las condiciones de producción del texto y la recepción o consumo de dichas imágenes o textos visuales. Su intención es trascender los límites del análisis descriptivo e informacional, además del retórico y narrativo, debido a que con esta perspectiva los discursos son considerados como prácticas vinculadas a la intencionalidad, intereses y posiciones de los grupos, individuos o entidades que participan en la situación comunicativa (Serrano y Zurdo, 2023).

Cuando lo que se pretende legitimar es un producto cultural debemos analizar todas las dimensiones que están en juego. En primer lugar, las intenciones del emisor, que lo muestra como aceptable. En este caso, partimos de la premisa de que las obras presentadas en los museos suelen ser vistas como potencialmente no dañinas para los espectadores, por el contrario, se resalta su función estética y educativa. Esta justificación (previa y dada por supuesto) es el primer enmarque de la legitimación de la adecuación de sus cuadros a la mirada de los espectadores. En segundo lugar, hay que considerar el contenido de cada producción artística, así como el conjunto de ellas.

La legitimación se construye presentando agresores con motivos aceptables, víctimas con responsabilidad o culpabilidad en los hechos y escasos o ningún daño o consecuencia en las víctimas. En concreto, la presentación justificativa de la violencia depende de tres factores: 1) la representación y versión de los agresores; 2) la representación y versión de las víctimas; 3) la representación y versión de las consecuencias y los daños (Fernández Villanueva, Domínguez y Revilla, 2007; Fernández Villanueva, Revilla y Bilbao, 2009). Desde una perspectiva sociohermenéutica general, señalada anteriormente, concretamos el análisis de acuerdo con la propuesta de Roland Barthes (1995), que distingue dos dimensiones de las imágenes del arte: lo denotativo y lo connotativo. Lo denotativo es lo más explícito y concreto, mientras que lo connotativo se refiere a las simbologías del contexto cultural de las imágenes. Siguiendo este procedimiento, hemos hecho un recorrido (no exhaustivo, pero sí representativo) por las obras pictóricas exhibidas en museos que representan violencia sexual contra las mujeres. Analizamos algunas de las obras de las y los pintores más conocidos y relevantes en la historia de la pintura desde el siglo xvi hasta la actualidad. La selección de estas imágenes analizadas se ha llevado a cabo a través de la elección de algunas de las obras más famosas y valoradas en la historia el arte que incluyen el tema de la violación, las cuales pertenecen a grandes museos y a distintas épocas, con el fin de observar la evolución de este tema en el tiempo. Asimismo, se han escogido algunas obras contemporáneas, porque actualmente se tienen en cuenta los nuevos códigos sociales, de ahí el interés por el recorrido histórico, considerando que ha habido un cambio de mirada. Por esto, la dimensión de la crítica museística resulta de especial interés, porque no plantea la obra de arte como una cuestión inmutable en su acceso a la mirada y tiene en cuenta los cambios en torno a su producción y a las diferentes miradas entre autores/as.

Resultados

Omisión o minimización del daño
y embellecimiento de las víctimas

La omisión del daño de la violencia sexual es muy frecuente en la historia de la pintura y se efectúa de dos maneras. La más habitual consiste en la conversión en un simple acto de dominio o de sexualidad derivado de un impulso sexual masculino, natural y a veces glorificado, ya que quienes lo cometen son héroes, que omite totalmente la sugerencia de consecuencias negativas en la víctima.

Es el caso de El rapto de Ganímedes por Zeus, al que nos hemos referido anteriormente. Un joven raptado (para ser violado, lo cual se omite) es convertido en la escultura en una especie de hijo pequeño al que se conduce amorosamente sin mostrar la más leve incomodidad. Zeus aparece radiante y triunfante raptando al hermoso muchacho. La postura paralela de las figuras no indica agresividad ninguna, sino unidad y armonía. En la misma dirección se interpreta la poesía por Píndaro, que en su oda olímpica glorifica esa unión como espiritual entre dios y mortal (Robinson, 2025).

Otra imagen muy conocida es El rapto de Europa2, pintada por Tiziano y reproducida de forma muy similar por otros pintores del Renacimiento, Rubens entre otros. El toro que viola a Europa es, en realidad, el dios Zeus, que se disfraza de toro y engaña a su víctima para raptarla con la intención de violarla. El mismo patrón se repite con la violación de Leda a la que Zeus engaña convertido en un cisne. Se trata de un rapto sexual, como todos ellos. Sin embargo, ya en el mismo título se hace la conversión del significado, eliminando la connotación sexual, pero, sobre todo, saneando el dolor y los efectos de humillación y consecuencia negativas para la víctima, que aparece como si fuese gloriosamente conducida por el toro a una fiesta, con la complicidad de los cupidos que connotan el acto de impulso amoroso. Un tercer ejemplo es la pintura de Peter Paul Rubens, Leda y el cisne3, que repite el prototipo de la violación de Europa, ya que es engañada por un cisne que es en realidad Zeus y se representa sin ningún atisbo de dolor o malestar, como si se tratase de una relación amorosa. Hay que añadir que, además de la violación, estos relatos y pinturas legitiman de algún modo el engaño como estrategia de relación interpersonal que se utiliza para facilitar la violación.

La omisión del daño es una estrategia justificadora presente en otros tipos de violencia sexual más leve. Las pinturas de Susana y los viejos de Tintoretto (1560-1565) y de Veronés (1580) enfatizan la belleza y sensualidad de la víctima, Susana, que estaba siendo acosada y amenazada por dos viejos según el relato bíblico y para nada sugieren en ella miedo, daño, humillación o desconsideración por parte de los agresores.

Otra forma de mistificar y distorsionar el daño es confundir la violencia sexual con la violencia entre las tramas de poder. En este caso, es frecuente la presencia de imágenes confusas, en las que se sugiere la culpa de la víctima y su propósito de seducción del violador, como, por ejemplo, en la violación de Tamar4,5. En la pintura, correspondiente a un relato bíblico en el cual Tamar (o Thamara) es violada por su hermano Ammón, esta aparece en actitud seductora y sin mostrar ningún daño, de lo cual se puede deducir el impulso sexual del acto (lo que desculpabiliza al varón como agresor y lo convierte en deseante de la belleza y la sexualidad), además de la responsabilidad y la culpabilización del mismo por parte de la seductora.

En otros relatos, sí se explicita el daño, como es el caso de El Levita y su concubina6, en la que aparece la mujer muerta siendo recogida por sus familiares. Pero en este caso, el daño que se reconoce y se representa no se debe a la violación, sino a la muerte de la mujer que deja sin descendencia a la tribu a la que pertenece. El daño a la víctima aparece explícito, así como la condolencia de sus familiares, que la recogen y la lloran. El dolor de los familiares es expresado de forma más explícita y dramática por otra mujer, que es sostenida y consolada por un hombre, ofreciendo a la vez de este modo una representación del estereotipo de las mujeres que expresan el dolor y que sufren más por los otros, como muestran las múltiples imágenes del descendimiento y la muerte de Jesús, acompañado por mujeres que le recogen y le lloran.

No obstante, lo que se omite en esta imagen es algo muy importante. En el relato bíblico, Lucrecia, la llamada concubina del levita, es ofrecida por su marido para ser violada, con el objeto de evitar que un huésped varón de su marido sea violado. Es decir, es intercambiada con la complicidad de su marido para evitar la violación de un varón. Sus violadores la matan y ese crimen sí es castigado, despertando con ello el origen de una guerra entre tribus. El relato de la concubina del levita expresa una característica muy significativa de la consideración diferente de la violencia sexual, según se ejerza con hombres o con mujeres. La evitación de la violencia sexual a los hombres (calificada como un crimen) legítima de algún modo la violencia sexual contra las mujeres.

En todos estos casos, las condenas no son por la provocación de violencia sexual, sino para justificar decisiones masculinas que tienen sentido en las luchas entre grupos. El castigo del violador de Lucrecia se justifica por el hecho de haber cuestionado al marido de esta, que se considera propiedad de su esposo y, por tanto, se castiga la afrenta al esposo más que los daños a la víctima. En la violación de la concubina del levita, que murió como consecuencia de esta, el castigo se fundamenta en haber dejado sin posibilidad de descendencia al clan del levita, no en los daños sexuales infringidos a su concubina. Sería también el caso de las imágenes de El Rapto de las Sabinas, que oculta la violencia asexual en aras del objetivo de conquista.

El relato pictórico y el género

La historia de la pintura conserva un porcentaje muy escaso de cuadros de mujeres e incluso más escaso de representaciones de violencia sexual por parte de estas. Pero resulta significativa la diferente construcción del relato en los pocos casos de que disponemos. Como ejemplo, mostramos distintas versiones del cuadro Susana y los viejos. Frente a las representaciones medievales de este pasaje bíblico (Daniel,13: 1-64), que ilustran el momento en que Daniel denuncia el falso testimonio de unos ancianos que, tras haber sido rechazados por Susana, la habían acusado de adulterio, los pintores venecianos mostraron predilección por el momento inicial de la historia, aquel en el que Susana es espiada por los viejos mientras se baña. La imagen destaca la prioridad del tema preferido quizás por los espectadores masculinos: el cuerpo femenino desnudo, aunque arropado por un envoltorio bíblico. La mayor parte de los pintores visualizaron este episodio bíblico bajo la forma de una cortesana tomando un baño.

Los cuadros de Tintoretto, de un o una discípula de Lambert Sustris y de Paolo Veronese7 presentan una Susana embellecida, desprovista de dolor y casi sugerente, como si se ofreciese voluntariamente a una experiencia sexual natural. De hecho, representan una de las versiones del relato según sus acosadores: ella les sedujo bañándose desnuda despreocupadamente en su jardín. Las intenciones de los viejos, así como su acto, pueden parecer absolutamente aceptables y normalizadas. La mirada del espectador se puede «posar» tranquilamente en la sensualidad de Susana y sentirse partícipe o deseante de su belleza, omitiendo la característica violenta de un acto de acoso y amenaza.

Sin embargo, el mismo tema, pintado por Artemisia Gentileschi en 1610, muestra dos rasgos inconfundibles que condenan la violencia que sufre Susana. Sus agresores confabulan contra ella, mostrando así sus intenciones ocultas o inconfesables oscuras y la víctima oculta su cuerpo semidesnudo, mostrando desagrado o dolor en su rostro a la vez que hace gestos de rechazo. El espectador puede captar el sufrimiento y la desprotección de Susana, que parece intentar defenderse desde su situación de impotencia o fragilidad.

La época no lo explica todo. Diferenciando la sensibilidad/valores
de los artistas

Aunque desde el Renacimiento hasta la actualidad se haya producido una progresiva sensibilización al daño de la violencia sexual y una deslegitimación de sus causantes, podemos constatar en todas las épocas ciertas miradas compasivas y construcciones sensibles ante el dolor en algunos pintores. Ello se debe, sin duda, a las diferentes sensibilidades de las y los artistas y a sus valores sociales. En este sentido, es revelador el contraste entre pintores coetáneos, como es el caso de Rubens (1577-1640) en sus obras El rapto de Europa y El rapto de las hijas de Leucipo, y de Rembrandt Van Rijn (1606-1669) en sus obras El rapto de Europa8 y El rapto de Proserpina9.

Como decimos, el contraste entre las obras de estos dos autores muestra claramente la sexualización, exaltación y omisión del dolor de la víctima que representan las pinturas de Rubens y, por otro lado, la no sexualización, la apreciación de violencia y dolor de la víctima, y de sus familiares o personajes que lamentan claramente su rapto en las obras de Rembrandt. En las pinturas de Rubens, la omisión del dolor sugiere la naturalización, la conversión en un acto sexual simple, incluso en un acto de amor, como señalan los «cupidos» que acompañan a la imagen, símbolo de enamoramiento. Por otro lado, las caras de los raptores (violadores) no indican la realización de un acto ilegal o dañino, más bien son naturalizados y normalizados. Por el contrario, la pintura de Rembrandt es en tonos oscuros y, en cierto modo, tenebrosos. Europa es arrebatada contra su voluntad por un toro que la conduce a unas peligrosas aguas, ante la mirada penosa y disconforme de sus familiares, que lamentan el hecho. La misma interpretación se sugiere en el rapto de Proserpina, en el que la raptada se resiste claramente e intenta desprenderse de su indeseado captor ante la protesta, intento de impedir el hecho y dolor de unos personajes que tiran de su vestimenta.

Rembrandt ni siquiera expone el cuerpo desnudo de la mujer, derivando la mirada del espectador hacia su problema, su disconformidad, su humillación, su rechazo o su dolor, al que se muestra claramente sensible. Así, nos muestra una visión sorprendentemente comprensiva y crítica de las relaciones entre lo masculino/femenino. Al contrario que Rubens, no propone un placer voyerista, sino una conciencia de dificultad, la percepción o identificación con un daño sufrido por la mujer raptada, que alcanza a otros personajes del cuadro y, por extensión, al espectador. Así pues, en esta imagen de Rembrandt, opera un cambio de valores para el espectador, que no es ni más ni menos que una nueva mirada, una base de identificación diferente, un efecto político de signo distinto. Ocurre lo mismo con otras pinturas de mujeres que Rembrandt realiza a lo largo de su vida: Lucrecia, Betsabé, Judith y Susana. Reseñamos igualmente como ejemplo de violencia deslegitimada el cuadro, mucho menos conocido, del pintor español José de Ribera, Susana y los viejos (1615) en el San Diego Museum of Arts.

La evolución histórica de la mirada a la violencia sexual

La sensibilidad e intolerancia a la violencia sexual ha evolucionado a lo largo de los últimos siglos. No solo los códigos jurídicos lo demuestran, a través de la consideración de los delitos de violencia sexual cada vez más explícitos, detallados y acompañados de sanciones jurídicas como hemos señalado anteriormente. Las obras de arte, en concreto la pintura, también han evolucionado en este mismo sentido, aunque aún queden restos de insensibilidad, legitimación o justificación de los daños. De la alegre y sexualizada Leda y el cisne de Tintoretto, que ofrece al espectador la legitimación del engaño, la omisión del dolor de la víctima y la mirada voyerista, al cuerpo no sufriente de la violada en La violación (también llamada Interior) de Degas se opera un impresionante cambio de miradas. La mujer de Degas, casi vestida y de rodillas, sugiere claramente su dolor y no invita a la mirada voyerista. Más bien, parece ofrecer una condena o deslegitimación del hombre que se supone violador, al que se presenta oscuro e insensible, metáfora pictórica de alguien culpable o con intenciones oscuras. En esta trayectoria histórica, merece una mención especial, por su modernidad y progresismo de la mirada, el pintor español Francisco de Goya en dos representaciones de violación: El rapto de Europa (1772), de colección privada, y El caballo raptor (1815), conservado en el Museo del Prado.

Más tarde, Magritte no deja dudas de su concepción simbólica en el acto de la violación, ofreciendo una representación de la violencia sexual con múltiples significados, todos ellos de signo negativo: cosificación, sexualización total de la identidad femenina, despersonalización, al convertir la cabeza de una mujer en sus atributos sexuales.

Un arte que suscita una mirada totalmente distinta es la performance titulada Ablutions (1972), realizada por las artistas Suzanne Lacy, Judy Chicago, Sandra Orgel y Aviva Rahmani. Se trataba de la performance de una violación que reproducía los testimonios de las emociones, los olores y las formas de unos cuerpos sometidos a violencia sexual. La experiencia de las y los espectadores eran de rechazo y de repugnancia, imposibilitando mantener una mirada voyerista a los cuerpos desnudos, lo cual cambia el significado del desnudo femenino en el arte.

En la actualidad, es habitual encontrar imágenes y obras de arte realizadas con el fin de denunciar problemáticas sociales, en este caso, la violencia sexual, como, por ejemplo, el cuadro La violación, de José Clemente Orozco, que denuncia la violencia y la tortura militar en México y pertenece a un conjunto de dibujos encargados al mismo autor conocidos como Los horrores de la Revolución (1926-1928). Otro ejemplo sería La manada: NO es NO, de Antonio Marcos Ripoll, que denuncia la violación en grupo de cinco hombres a una joven de dieciocho años en Pamplona (Navarra, España), en 2016, así como su posterior repercusión en la sociedad española y el apoyo a la víctima con movilizaciones masivas feministas.

Discusión y conclusiones

Nuestro análisis confirma, en consonancia a lo planteado por Bal (2016), Deepwell (2020) y Pollock (2022), que no existe una imparcialidad narrativa en las obras de arte, sino que representan de modo específico las relaciones sociales y el poder, en este caso el poder patriarcal.

Se aprecia que muchos actos representados en imágenes prototípicas de la cultura y el arte, especialmente representaciones visuales en cuadros famosos, presentan una violencia sexual legitimada por varios mecanismos escénicos. La representación benévola de los agresores, la minimización del daño de las víctimas y, no pocas veces, la atribución de la responsabilidad o culpa a estas. Surgen, de este modo, víctimas embellecidas cuyo dolor está ausente, los agresores son naturalizados, exaltados o convertidos en héroes.

La legitimación en las pinturas se apoya en los relatos culturales de donde surgen y, en muchos casos, se refuerza con los referentes simbólicos de los títulos. No resulta irrelevante de cara a la percepción y la mirada de los espectadores los títulos «rapto de…» cuando se trata de violaciones. Y no solo se justifica simbólicamente la violencia sexual contra las mujeres, sino también la violencia de hombres poderosos contra otros hombres privados de poder, como el rapto del joven Ganímedes por el gran dios Zeus, cuya simbología y significado permanece en algunas obras del Renacimiento, concretamente, en uno de los pintores más legitimadores de violencia sexual, Peter Paul Rubens, con El rapto de Ganímedes (1636-1638, Museo del Prado), de cuya visión benevolente se desmarcó también Rembrandt en la obra El rapto de Ganímedes (1635, colección Staatliche Kunstsammlungen).

Una mirada de género a quienes crean las obras de arte que tratan el tema nos presenta una legitimación exclusivamente de los pintores masculinos (aunque no se aprecia en todos, sino que hay algunas excepciones) y una no legitimación cuando la autora es una mujer, como es el caso de Gentileshi. El recorrido por la historia del arte nos muestra que unos creadores han sido más tolerantes que otros a la justificación de la violencia sexual y más sensibles o empáticos con las víctimas en sus obras, incluso siendo coetáneos.

Hay que constatar las importantes diferencias entre artistas masculinos, incluso siendo coetáneos, lo cual nos conduce a señalar la influencia de los valores e identificaciones de los artistas en las formas de crear arte y de promocionar diferentes tipos de mirada.

En el mismo siglo xvii, algunos autores, como Rembrandt, fueron sensibles a la problemática del poder sobre las mujeres, y «realistas», pintando el significado de la violación y de la violencia sexual. Como señala Bal (2016), los cuadros de Rembrandt muestran una visión sorprendentemente comprensiva y crítica de las relaciones entre lo masculino y lo femenino, así como del sufrimiento y la posición vulnerable de las mujeres. No solo en las obras que hemos analizado anteriormente, sino también en otras protagonistas de los relatos bíblicos que representó en sus pinturas. Sus cuadros proponen una mirada diferente de la voyerista que parece promover Rubens. Podemos decir que no son solamente las épocas las que cambian las representaciones, sino los valores y la ética de las/os artistas. Rembrandt, Ribera y Goya representarían agresores menos justificados y miradas más sensibles al dolor de las víctimas y agresores y, por lo tanto, no serían tan legitimadores como la mayoría de sus coetáneos.

La legitimación evoluciona en líneas generales de forma paralela a la que se presenta en los discursos jurídicos que han sancionado la violencia sexual inadecuadamente en la historia y en la actualidad. Del mismo modo que en los códigos legales, se aprecia en el arte una comprensión de la realidad de los actos y una evaluación más negativa de los agresores a lo largo de la historia desde el pasado al presente. La trayectoria va desde la no captación del daño y la aceptación de las intenciones como «normalizadas» a la expresión de intenciones ilícitas, la relevancia e importancia del daño que ve el espectador y que refrendan los otros personajes de los cuadros. No obstante, esta condena e intolerancia progresiva no es continua. En el siglo xx, se han producido obras de autores muy representativos, como, por ejemplo, Picasso, cuya obra Susana y los viejos plantea la misma perspectiva legitimadora de la violencia sexual que los pintores del Renacimiento y representa a Susana como un objeto a ser mirado, su cuerpo totalmente disponible para los hombres y a los viejos acosadores sin ningún indicio de negatividad ni intenciones de hacer daño.

Los efectos sociales de la visión acrítica de estas obras son importantes. Y tienen que ver con la reflexión y las emociones. Cuando se omite o minimiza el daño de las víctimas se priva al espectador de la reflexión sobre las consecuencias de la violencia sexual, la posible indignación por la injusticia que se puede derivar de una apreciación inadecuada de los daños, así como de que surjan sentimientos entre compasión o responsabilidad por las víctimas. Se priva al espectador de las emociones de empatía y compasión. La percepción del sufrimiento es un elemento sustancial en las reacciones de los espectadores para que se puedan identificar con las víctimas (Güney, 2011; Fernández Villanueva, Domínguez y Bilbao, 2011; Fernández Villanueva y Revilla, 2016). En un contexto en el que las figuras masculinas son las que actúan y las femeninas son objetos expuestos para ser mirados (Berger, 2016), se facilita una mirada complaciente y saneada de la dominación y humillación sexual. La transferencia de la mirada (Tisseron, 1995, 2003) sería fácil para los espectadores masculinos, para los causantes de la violencia sexual que encuentran sus acciones de acoso o violencia legitimadas y pueden disfrutar de forma voyerista de las acciones de los agresores. Mientras que las mujeres se encuentran ante algo extraño, porque su sufrimiento no es reconocido en la imagen y no se pueden identificar como víctimas con la mujer que está siendo representada.

Los resultados son, en gran parte, confluyentes con la teoría de la visión voyerista de Mulvey (1975), según la cual, la mirada complaciente del artista favorece una visión placentera, exaltada o minimizada de la violencia contra las mujeres. Y con la teoría de Zecchi (2014), para quien la expresión explícita de la violencia contra las mujeres en algunas películas puede estimular el sadismo y la mirada cómplice del espectador, del mismo modo que las imágenes porno. Ofrecen un gran contraste con la performance Ablutions de Lacy, Chicago, Orgel, Laster y Rahmani sobre la violación, que generó experiencias completamente diferentes. La y el espectador no podían mantener una mirada voyerista y sus emociones eran de rechazo y repugnancia.

Las obras de arte pueden ser vistas de muy diversas maneras. Coincidimos con Bal (2016) en que se trata muy escasamente lo que implica ver, sin embargo, hay múltiples maneras de acercarse a la contemplación de obras de arte. Hay visiones engañosas, visiones sexuales, visiones crueles y también deseos de ver o deseos de evitar ver. La lectura feminista del arte tiene como objeto cambiar la conciencia sobre las implicaciones de las representaciones artísticas y de nuestra mirada hacia las mismas. Por lo tanto, debe producir efectos tanto en la educación de los espectadores, como en la crítica y en la evaluación social de las obras y sus creadores. Lo ético adquiere relevancia en esta mirada. Las exposiciones en los museos dan por supuesto una objetividad, en cuanto al valor de las obras que presentan a los públicos. Resulta muy fácil concluir que las obras están ahí para que todos las vean, pero no se puede olvidar que la imagen tiene una enorme fuerza como acto (Bredekamp, 2017) y mirar tiene un potencial performativo y una capacidad de provocar identificación (Fernández Villanueva, Revilla y Domínguez, 2011), es decir, que las exposiciones provocan impacto en los visitantes e influyen en sus procesos de pensamiento, en sus emociones y en sus afectos.

Consecuentemente, es útil analizar las formas conservadoras del arte y sus autores. Porque el acto de pintar o fotografiar también es performativo (Bal, 2021), tiene capacidad de mantener o trascender la realidad dominante y capacidad de acción en el contexto de los demás productos culturales. Una imagen, ya sea un cuadro o una fotografía, nunca actúa sola, de forma independiente de otras producciones. La interpretación de una imagen siempre remite a otras y, con ellas, tiene la capacidad de transformar el pasado, cambiarlo de posición, reapropiarse de ello o repetirlo. La capacidad política de transformación del arte se deriva de la relación que las imágenes tienen con otras anteriores. Por ello, la posibilidad de crear nuevas lecturas es la posibilidad de crear nuevos conjuntos de significados, nuevos valores y nuevos deseos. La producción del deseo en nuestro imaginario colectivo está relacionada con las miradas que se producen y con las miradas que se facilitan. Es entonces útil desvelar cómo se mira y a quién miramos, porque la mirada crítica puede transformar lo que representan nuestros deseos, nuestro cuerpo y nuestra identidad.

La constatación de la mirada complaciente hacia la violencia sexual en la historia de la pintura puede tener la función de transformar el planteamiento del problema y su valoración social y para no acostumbrar nuestra mirada a su naturalización y ser cómplices inconscientes de las formas sutiles en que se presenta y se legitima. La idea del inconsciente óptico de Rosalind Krauss (2013) nos alerta de los procesos simbólicos subyacentes que, aunque no son directamente accesibles a la conciencia y la racionalización, influyen en la percepción de las obras. Las estructuras visuales, la composición, la posición de los personajes, la amplitud de su presencia o la ausencia de algunos elementos inciden en la comprensión de los significados, en las emociones y en los afectos de quienes los contemplan. La cultura de la violación se compone de mitos antiguos como que es natural, que forma parte del amor o del impulso sexual y están arraigados en los relatos culturales más antiguos, reproduciéndose en muchas obras de arte, como hemos visto. Por esto, desvelar su presencia en las mismas puede facilitar la concienciación sobre las posibles intenciones o efectos que pasan desapercibidos a primera vista. En 2024 se realizó una exposición en el Museo del Prado titulada El espejo perdido, en la cual se resaltaba el análisis de los estereotipos de los judíos y conversos en la España medieval. La exposición apuntaba al análisis de mecanismos sutiles de presentación (y elementos connotativos), como las poses, los colores, las formas de las figuras, que son elementos connotativos de valores y estereotipos volcados en las pinturas. Sería interesante realizar exposiciones de este tipo, que pudiesen sensibilizar a los asistentes sobre la histórica tergiversación del daño y las intenciones que están detrás de los cuadros sobre violencia sexual.

Los resultados obtenidos en este análisis permiten apreciar nuevos matices y dimensiones de la realidad en los actos de violencia sexual. Como hemos señalado anteriormente, la trayectoria histórica del progreso jurídico ha consistido en poner nombres cada vez más refinados a delitos, introducir categorías jurídicas que den cuenta de la realidad y los matices de los daños y apreciar con más claridad las consecuencias individuales y sociales de los hechos de violencia y, en concreto, de la violación. Poner nombre y desvelar los efectos de la violencia legitimada en las obras de arte es un objetivo coincidente y pensamos que puede incidir, en el mismo sentido, en la mejora de la justicia.

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Recepción: 05/11/2024

Revisión: 27/02/2025

Aprobación: 19/05/2025